Mi primera noción de la existencia del Monte Athos me llegó por casualidad quince años atras cuando mi compañero Steve, de ascendencia griega, volvió de vacaciones con un libro de fotografías que mostraba unos sobrios monasterios milagrosamente fijados a unos acantilados erosionados por siglos de inmisericordes mareas.
Steve había pasado unos días con su padre en un intento de compensar una prolongada ausencia del techo familiar motivada por cierta alergia a los usos y costumbres de la tierra que le había visto nacer. Y que mejor catarsis que sumergirse, guiado por su padre, en la fuente espiritual de la Grecia bizantina, refugio de un imperio extinguido y del que no queda mas que este jirón preservado en la pequeña península de la Macedonia central.
Difícilmente se me olvidarán las historias que los días siguientes a su llegada nos fue contando en las breves pausas del café y que a mi me recordaban a las viejas películas de aventuras con ese tono un tanto desvaído que tanto disfrutaba las tarde de los fines de semana en mi infancia.
Desde entonces me ha perseguido el recuerdo de esos monasterios, recuerdo que se ha visto alimentado estos años gracias a los escasos libros sobre la vida Athonita editados en castellano, por las casi inexistentes webs y desde hace tres años por mis periódicas visitas a este extinto universo.